lunes, 29 de junio de 2015

Más negro que blanco



Estar de bajón hace que lo veas todo negro, que te enroques en la negatividad, que no sepas salir de ella. Estar de bajón te pinta la cara de tonto y te abre heridas de las que no se ven, de las que rompen por dentro. Estar de bajón te lleva a hacer cosas que de normal  no harías, como buscar en el diccionario el significado del  verbo extinguir: Hacer que se acaben del todo ciertas cosas que desaparecen gradualmente. Estar de bajón es, resumiendo, estar como estoy yo un par de semanas después de que mi equipo fuera incapaz de conseguir el ascenso. 
Si ustedes no son aficionados al fútbol, no pasa nada. Respirarán por la nariz, como lo llevan haciendo desde niños, se desharán de la bañera para instalar una ducha y seguirán rompiendo los calcetines a la altura del dedo gordo. Invertirán los años en ir ensanchando el abdomen, su pelo cada vez será más escaso y los hijos les darán nietos. Ustedes envejecerán felices, comerán cuando tengan hambre y se entretendrán regando los geranios y echando pan a los patos. Esto es así casi siempre. Pero si les gusta el fútbol... ¡Ay si les gusta el fútbol! Si les gusta el fútbol la cosa cambia. No de manera brutal, pero  cambia. Y si a  ustedes, además de gustarles el fútbol, les da por ser hinchas de un equipo que pierde más que gana, todo se torna aún más feo. Y ya, si por circunstancias (quién sabe) ustedes son sufridores aficionados de un equipo menguante, de un club que en su día fue algo y ahora deambula por la nada. Si ustedes son del Club Deportivo Castellón, qué quieren que les diga: siéntense a mi lado y lloren, les ofrezco el hombro.
A veces, la línea que separa la vida de la muerte es tan delgada que, pese a estar pintada en rojo, pasa casi inadvertida. Cuando esto ocurre, la posibilidad de traspasarla por descuido o por puro cansancio aumenta con el tiempo. Mi equipo, el Castellón, vive al límite. Lo lleva haciendo durante años. La deuda que arrastra lo ahoga y amenaza con hacerlo desaparecer de la manera más cruel: gra-du-al-men-te (¿recuerdan la definición de extinguir, no?).
De todas formas, mientras llega o no la temida extinción, déjenme que les cuente un poquito cómo es mi equipo. Los que son de aquí, ya  pueden dejar de leer, no creo que nada les vaya  a sonar a nuevo. Sin embargo, a los de fuera les diría que tal vez les interese saber cuatro  cosas que, si bien no aumentará en mucho su intelecto, podría servirles para contestar de manera correcta alguna pregunta de esos concursos televisivos que tanto proliferan últimamente. Empiezo...
Mi equipo, el Castellón, se fundó a principios del siglo pasado, en el verano del 22, año que, al comenzar en domingo (día futbolero por excelencia), pudiera parecer que lo predisponía a lograr grandes gestas balompédicas (he dicho: pudiera parecer). Y si  bien el año de los dos patitos no pasará a la memoria colectiva por dicho nacimiento, permítanme la licencia (a  mí que me gustan las letras) de recordarles que en ese mismo año, Jacinto Benavente, uno de nuestros autores universales, ganó el Nobel de Literatura. El escritor murió en 1954. El Castellón, a día de hoy, sigue respirando, aunque su pulso se debilita, ya saben: gra-du-al-men-te.
Mi equipo, el Castellón, viste camiseta listada. Las rayas  son blancas y negras. Si fueran horizontales, el uniforme tendría  mucho de  carcelario, pero no. Afortunadamente son verticales, como los barrotes. El pantalón es blanco, igual que las calzas, color puro y virginal, el que llevan las novias  al altar. Nosotros lo lucimos en campos de tercera y lo manchamos de barro cuando el césped no es sintético. Con el color de los números no nos aclaramos. Los recuerdo rojos. Otras veces han sido blancos sobre fondo negro. Y también al revés: negros sobre blanco. Yo,  si tuviera que elegir, me quedaría los rojos. Me recuerdan a aquel Castellón que jugaba en Primera División. Me vienen a la memoria mis primeras tardes de fútbol en el viejo campo. Entonces yo era un chiquillo con acné, a la compra se acudía con billetes de cien pesetas y nadie  dudaba de que Eurovisión fuera un festival serio. Por desgracia, como ya saben ustedes, el color de los números no es algo que se consulte con los aficionados. Como tampoco nos piden opinión a la  hora de decidir quién debe tirar el penalti. ¿Se imaginan al entrenador señalando a un jugador y contando cuántos hemos levantado la mano?
Mi equipo, el Castellón, juega sus partidos de local en un estadio que, pese a tener ya veintiocho años, lo seguimos llamando: Nuevo Castalia. Su aforo no es excesivamente grande (tiene capacidad para unas quince mil personas), pero su ampliación tampoco es tema a debatir en la actualidad. Digamos que nos sobran asientos por todas partes, salvo contadísimas ocasiones.
Mi equipo, el Castellón, dista de la élite lo mismo que Neptuno del Sol. Estoy hablando a ojo, tampoco es que lo haya medido con precisión. Para más inri, al lado de Castellón tenemos un pueblo llamado Villarreal del cual apenas nos separa un río sin agua. Su equipo, el Villarreal Club de Fútbol, además de estar en la máxima categoría del fútbol español, se ha acostumbrado, de unos años a esta parte, a viajar por Europa compitiendo en estadios que nosotros solo hemos visto por la tele. Diez kilómetros escasos nos separan, ya les digo. Entonces, ustedes, si no son aficionados al fútbol, claro; si son de los que envejecen felices, riegan los geranios y esas cosas, me preguntarán: ¿Y por qué no te haces del otro equipo? Yo, empezaré a contar mentalmente: uno, dos, tres. Arquearé las cejas. Cuatro, cinco, seis. Fingiré no haberme ofendido. Siete, ocho, nueve y, a la de diez, les contestaré con mucha delicadeza y atemperando lo más que pueda la voz: Por favor, sigan ustedes echando pan a los patos.

lunes, 18 de mayo de 2015

Mi nombre es Luz, valga la redundancia


Desde siempre ha corrido por el pueblo el rumor de que  las trillizas de los Álvarez Garcés somos unas chicas raras. Y se refieren a nosotras con ese término tan poco preciso porque, a pesar de que todo el mundo hace conjeturas, no hay nadie que conozca a ciencia cierta cuál es nuestra verdadera singularidad que, dicho sea de paso, nos acompaña desde que aún manchábamos pañales. Escuchen...   
Todo empezó, según nos han contado nuestros  padres, cuando Marta, Jana y yo cumplimos el primer año. A la vez que dábamos nuestros primeros pasos, fuimos desarrollando la extraña cualidad que nos hace tan especiales: nuestros cuerpos, al llegar las doce de la noche, empiezan a despedir una luz de un color amarillo verdoso que, según parece, los primeros días era un tanto apagada, pero que a medida que pasaban las fechas iba cobrando fuerza. Mis padres, desbordados por nuestra peculiaridad, hablaron con el tío Anselmo, que trabajaba como investigador en el hospital militar más  prestigioso de Estados  Unidos: el Walter Reed, conocido, entre otras cosas, por ser donde se le practicó la autopsia a John F. Kennedy.
El ingreso se demoró algo así como dos meses, tiempo que necesitó nuestro tío para gestionar todo el tema burocrático y buscarle alojamiento a mamá. A lo largo de esos casi sesenta días, la conclusión a la que llegaron mis padres fue, por un lado, que «lo nuestro» no era contagioso (al menos a ellos no les había afectado) y por otro, que la intensidad de la luz que emitíamos era escalonada: aumentaba progresivamente con el paso de los días hasta alcanzar un máximo y, a partir de entonces, empezaba a disminuir paulatinamente hasta llegar a desaparecer por completo, aunque solo por un día. Después: vuelta a empezar. 
Ya en el Walter Reed y durante algo más de seis meses, especialistas de las más diversas ramas se encargaron de estudiar a fondo nuestros cuerpecillos. Mi  madre nunca  a dudado en calificar aquel período de analíticas, ecografías, radiografías, densitometrías, resonancias y no sé qué otros experimentos como el más angustioso de toda su vida. Por supuesto, todas las pruebas se llevaron a cabo bajo el mayor de los secretos, como únicamente un hospital militar es capaz de hacer, evitando de ese modo que la prensa se  hiciera eco de un  asunto tan poco usual.
Al final, tras más de medio año de investigación exhaustiva, los resultados fueron concluyentes:
Lo de las niñas ─le dijo tío Anselmo a mamá─ no es normal, pero tampoco nocivo. Digamos que es una extravagancia con la que deberán aprender a vivir.  ─Frase que a mi madre se le quedó grabada en la memoria y que repite, palabra por palabra, cada vez que surge el tema.
Y, efectivamente, de eso se trataba. Light eccentricity, creo recordar haber leído en el informe que todavía conserva mamá. Algo así como una excentricidad lumínica que, siguiendo las fases lunares, incide en nosotras haciéndonos refulgir como si fuéramos seres venidos desde otra galaxia. 
Por lo que he ido averiguando con el  tiempo, el largo período que mamá y nosotras tuvimos que pasar lejos de casa fue interpretado por los curiosos vecinos de Fisgón como un síntoma de que algo no marchaba bien. Además, en todo ese tiempo, mi padre se limitó a dar contestaciones vagas cada vez que fue preguntado al respecto alimentando con ello toda la rumorología que se había  generado. Para colmo, nuestra vuelta al pueblo tampoco ayudó a disipar aquel runrún creciente ya que mi madre fue cualquier cosa menos explícita a la hora de justificar una ausencia tan prolongada. Al parecer se limitó a decir que nos habían estado tratando de un problema de huesos, pero que ya estaba todo más o menos controlado. Ni siquiera los familiares más cercanos, a excepción por supuesto de tío Anselmo, han llegado a conocer la verdad.
Pasaron los años y, aunque la gente tiende a ir olvidando, el hecho de que nunca fuéramos de acampada, que nos perdiéramos todas las excursiones cuando había que pasar la noche fuera o que siempre tuviéramos que excusarnos cuando alguna amiga nos invitaba a dormir en su casa, hizo que el cotilleo nunca llegara a cesar del todo. Seguimos sintiéndonos observadas con cierto recelo, si bien eso nunca nos ha impedido llevar nuestro ¿problema?, ¿anomalía? (eso: anomalía) lo mejor que hemos podido.  
Ahora, a mis veintitrés años, tengo un novio formal que me quiere con locura. Se llama Benigno y es de Cándido, un pueblecito cercano. Y, aunque al principio se le hacía extraño tener que traerme de vuelta a casa a una hora en la que la mayoría de jóvenes seguía divirtiéndose, pronto comprendió que esa condición era innegociable. Para no mentir, solo durante alguna noche de luna nueva, cuando mi fosforescencia pasa a ser imperceptible, me atreví a alargar la velada.
La semana pasada me pidió que me casara con él. Estaba  muy ilusionado y no paraba de hablar y de hacer planes. Yo no lo interrumpí en ningún  momento, la idea me halagaba, me hacía feliz hasta que, de repente, se le puso cara de palo y me dijo: 
Hay un problema. ─Yo  noté que se me tensaban todos los músculos─. Tengo el tabique nasal algo torcido y por las noches  no paro de roncar.
Les puedo asegurar que, tras escuchar aquellas palabras, respiré aliviada (yo por problema entiendo algo mucho  más grave) y lo único que pensé fue: A ver cómo le explico yo a Benigno que eso no es nada comparado con lo mío.  



jueves, 2 de abril de 2015

La señora Patata




Manu se bajó de la bici a toda prisa, cogió la tortuga como si cogiera una hamburguesa y la alzó a la altura de los ojos para mirar adentro.  
Le veo los ojitos; los tiene abiertos. Y la boca. Es una boca enorme le dijo a Natalia. Parece que se esté riendo.
La niña, que también había dejado tirada la bicicleta, se acercó a Manu con las manos extendidas.
Déjame verla.
Espera, espera. Y la nariz. También le veo la nariz. Son dos agujeros chiquitines. ¿Cómo puede respirar por esa nariz tan enana? Yo me ahogaría. O tendría que respirar por la boca, como cuando tengo mocos.
Venga, déjame ahora a mí.
Voy, voy dijo Manu, a la vez que le daba la espalda a la niña. Y continuó:
─¿Será tortuga o tortugo? Le dio la vuelta.
─¿Y eso cómo se sabe?
Pues porque si es chico, tendrá pilila y si es chica no.
Pero si tiene pilila, la tendrá escondida. La sacará para mear y cuando acabe se la esconderá otra vez... Va, Manu, déjame que la vea.
Ya, ya...
Pero Manu giraba y giraba sobre sí mismo para impedir que su amiga se acercara a aquella tortuga que había tenido la mala fortuna de cruzar el camino que bordea la acequia justo en el momento en el que los dos críos pasaban por allí.
─¡Que me la dejes ya! La voz de la niña sonó estridente.
Pero Manu había decidido seguir sordo:
Sal, tortuguita, sal le decía al animal que, por cierto, no mostraba ningún interés por abandonar su cueva.
Natalia, harta ya de su amigo, le pasó el brazo por el cuello y tiró de él hacia atrás haciéndole retroceder a trompicones.
─¡Yo la he visto primero! se justificó a voces.
Pero yo la he cogido, y el que la coge, se la queda se quejó Manu mientras lanzaba codazos sin dejar de sujetar a la tortuga con ambas manos.
Los dos críos acabaron cayendo de espaldas al suelo, aunque Manu estuvo listo para darse la vuelta, ocultando así la tortuga bajo su cuerpo. Natalia, que lo intentó de todas las maneras, no pudo mover ni medio centímetro a un Manu convertido en pedrusco de mil kilos, por lo que, una vez le abandonaron las fuerzas, se dio media vuelta, abrió los brazos en cruz y con el pecho subiendo y bajando como un fuelle se quedó mirando al cielo.
Pero Manu, ¿y tú para que quieres una tortuga si ya tienes a Toby?
Toby no es mío. Es de mi hermana.
Pero tú juegas con él.
Si, juego con él, pero no es mío.
─¿Y si se come a la tortuga?
─¿Quién?, ¿Toby?
Sí.
No. Los perros no comen tortugas, comen sobras.
Pero qué más da lo que comieran los perros, lo que estaba claro es que Manu no tenía ninguna intención de darle la tortuga. De todas formas, Natalia volvió a la carga:
Es que yo nunca he tenido una mascota.
Tuviste un canario le recordó Manu mientras también se daba la vuelta.
Sí, pero se murió. Además, un canario no es una mascota: es un pájaro. Yo digo una mascota de verdad.
─¿Y una tortuga es una mascota de verdad?
Hombre Natalia se llevó la mano al codo y empezó a arrancarse una
costra que tenía medio desgajada.
─¿Tú crees que vas a poder jugar con la tortuga? insistió el niño.
Pues
Pues no. Estos bichos son como patatas. Mira Se la mostró con cierta precaución. ¿Has visto? Se esconden y no salen hasta que te aburres y las dejas en paz.
Ya
Qué mierda, ¿no? añadió Manu y dejó la tortuga sobre su pecho.
Los niños quedaron en silencio. Manu, encogió las piernas y se puso las manos bajo la nuca y Natalia acabó de arrancarse la costra. «Sí. A lo mejor es una mierda», pensó la niña «O no…» y tuvo una idea:
─¿Y si nos la quedamos una semana cada uno? le propuso a Manu. Esta semana te la quedas tú y la semana que viene me la quedo yo.
─¿Una semana me quedo yo con la patata y la otra semana te la quedas tú?
Sí, ¿no?
─¿Como hacen tus padres contigo?... ¿Una semana con tu madre y a la siguiente con tu padre?
Sí.
Pues
─¿Pues qué?
Pues que no.
─¿Pues que no? se extrañó la niña.
Claro que no afirmó Manu y dejó la tortuga en el suelo. Después, se puso en cuclillas delante de ella.
Natalia imitó a su amigo. Y allí estaban los dos: agachados y mirando a la tortuga-patata.
─¿Hay alguien ahí adentro? Manu dio unos golpecitos con el índice en lo alto del caparazón, pero el animal, ajeno a los deseos de sus dos pequeños raptores, se mantuvo inmutable.
Nada. Que no quiere dijo Natalia.
No. ¿Sabes?, creo que se la voy a dar a Toby.
─¿Para que se la coma?
Sí.
─¿Pero no dices que los perros comen sobras?
Sí, pero Bueno, no... No se la doy, que se romperá los dientes. ¿Te imaginas a Toby sin dientes? Manu se reía de su propia ocurrencia.
Natalia, contagiada por la risa del niño, contestó como pudo:
Tendrían que ponerle una dentadura postiza, como la de mi abuelo Y las carcajadas de los críos fueron de órdago.
Por fin, cuando se calmaron un poco las risas, Manu sentenció:
Mira, Nata, ¿sabes qué te digo? Que la tortuga es el animal más aburrido del mundo.
Sí que es aburrido, sí le dio la razón Natalia.
Yo creo que la tendríamos que dejar aquí. Total
─¿Entonces, no nos la llevamos?
No. Ahí se queda, ¿vale?
Vale contestó ella, asintiendo con la cabeza. 
Pero Natalia esperó a que Manu se pusiera de pie y le diera la espalda para, de un zarpazo, meterse la tortuga en la capucha de la sudadera, coger una piedra y tirarla a la acequia.
Adiós, señora Patata dijo la niña mirando al agua, que se movía dibujando pequeños círculos.
Manu, que ya se agachaba para levantar la bici, giró la cabeza y, dirigiendo la vista hacia la acequia, también se despidió:
¡Adiós, doña Aburrida!