domingo, 29 de diciembre de 2013

Él y ella



Llegó a casa a las dos en punto, como cada día desde su reciente jubilación; saludó a su mujer con relativa dulzura, como siempre; y se sentó a la mesa. Era jueves, y como todos los jueves, comieron lentejas con chorizo: medio choricito para él y la otra mitad para ella; partieron una manzana que tomaron de postre; y bebieron, a sorbos, un poleo bien caliente, con sacarina el de él, y el de ella: también. Recogieron la mesa entre los dos, y mientras ella fregaba, él subió al trastero, de donde bajó las dos cajas azules y, en un segundo viaje, el árbol. 
     Eusebio y  Fina, que era una pareja muy ordenada, muy curiosa y de lo más tradicional, tenían la costumbre de adornar la casa, siempre, el veintiuno de diciembre, ni un día antes ni un día después. El belén ocuparía el lugar privilegiado del salón que año tras año le correspondía por esas fechas y el árbol sería colocado al fondo, justo entre las dos ventanas, donde lucía muy chillón contrastando con su colorido el tono crudo de las cortinas. Por supuesto, tanto lo uno como lo otro permanecerían allí, justo, hasta el día siete del mes primero; ni un día más ni un día menos. 
      Acabado el ritual del montaje, que les llevó no menos de dos horas, entornaron la puerta del salón y enchufaron el calefactor. Él cogió la mantita con la que solía cubrirse las piernas y se sentó en el sillón de la derecha, el que está a continuación del sofá. Ella, con su bata guateada abrochada hasta el último botón, ocupó el de la izquierda, justo en el otro extremo. Encendieron el televisor, más por sentirse acompañados que por interés, y sin cruzar palabra dejaron correr el tiempo, cada uno sumergido en su propio pensamiento.
     En un momento dado, de manera simultánea, ambos deslizaron la vista hasta posarla en el nacimiento: diez segundos fueron, tal vez más. Después, perfectamente sincronizados aún, como si llevaran toda una vida ensayando aquellos movimientos, descansaron sus ojos sobre el sofá vacío que les separaba y pensaron, con nostalgia, en los hijos que nunca habían tenido, en los nietos que jamás tendrían.
                

domingo, 22 de diciembre de 2013

Punto final

             
«¡Vete a la mierda, con esas palabras se despidió de Carmen y con un atronador portazo abandonó el piso. Salió violento al rellano, y totalmente enajenado, se lanzó a bajar por la escalera.
     Tras un  domingo guerrero, el lunes, lejos de la firma del armisticio, desató nuevas hostilidades. Se recrudecieron las humillaciones y aumentó el bombardeo de insultos y los cañonazos de odio arrojadizo. Los contendientes se envalentonaron y llegaron al punto del todo vale. La locura hizo que cruzaran la delgada línea que nunca debe ser traspasada y no hubo prisioneros. En quince años de matrimonio no se había librado batalla igual.
     Ramón seguía bajando atropelladamente. Tropezando y no cayendo volaba sobre aquellos escalones de granito huyendo del infierno, perseguido por cien mil demonios.
     Ramón y Carmen se habían conocido de niños y se habían querido de adolescentes. Aquel amor precoz dio paso a una apremiante boda por lo civil forzada por un embarazo no planeado que dio su fruto en forma de niña. Todavía estaban en edad de tontear, de salir hasta las tantas y de probar lo prohibido; sin embargo, gastaban el dinero en biberones y pañales. A Ramón, los trabajitos de sueldo apretado no le duraban por lo que Carmen se veía obligada a lustrar casas ajenas, y entre lo que limpiaba y lo que le pagaban, sacaba para un sustento austero. En aquella casa desrengada, en aquel hogar sin alma ya, los problemas llegaban sin avisar, enraizaban, engordaban y abrían profundas grietas. Era imposible achicar tanta precariedad física y mental. El paso de los días se sucedía sin atisbo de sol y el hundimiento se antojaba innegociable.
     Ese lunes, Ramón salió a la calle igual que el Miura salta al ruedo. Paloma, que volvía del instituto, se topó con él. La ropa ensangrentada y el cuchillo en la mano de su padre no dejaban lugar a la duda.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Viaje para dos


               
No le estaba resultando nada fácil encontrar el momento adecuado para hablar con su mujer: Manuel, que llevaba varios días preparando cuidadosamente el discurso, pretendía convencer a Paz para que aceptara el viaje. Esta mañana, sin embargo, era distinto. Se había levantado con el ánimo dispuesto y con una extraña sensación seductora. Algo le bullía dentro y se dijo que no era cuestión de desaprovechar el viento cuando sopla a favor.
      Tras cuarenta y cinco años de matrimonio y otros cuatro de noviazgo, Manuel y Paz estaban viviendo su punto final como pareja. Un cáncer sin solución, asentado con virulencia en los ahumados pulmones de él, así lo dictaba. Ambos sabían que se esfumaba el tiempo, que no había posibilidad de atarlo, de retenerlo más allá de unas semanas; tal vez un mes. El plazo dado por los doctores expiraba y el adiós se vivía, ya, en tiempo presente.
      Manuel, tras un inicio titubeante, se afianzó, y fue capaz de ir encadenando palabras; y las palabras formaron frases; y las frases hablaban de vidas en común, de almas gemelas, de saltar barreras, de compartirlo todo, de no tener miedo a lo desconocido, del amor infinito, de viajar juntos, los dos, cogidos de la mano. Lo tenía todo planeado y podían partir mañana mismo. Dejó la contundencia de las palabras a la vez que tomaba las manos de su mujer entre las suyas. Las acarició con ternura y las besó como si besara a un recién nacido.
     «Manolo, me das miedo», fue lo único que dijo Paz.
                                

lunes, 9 de diciembre de 2013

¡Pinocho!

                        
                              

Rodrigo y Gonzalo habían venido al mundo tras compartir útero. La gestación no había sido sencilla debido al precario estado de salud de la jovencísima madre; de hecho, la superación de una amenaza de aborto, complicada por una dantesca anemia de la embarazada, fue considerado como un milagro por parte del ginecólogo que la trató.
      Los primeros años de vida tampoco fueron fáciles. A una madre que se desgastaba a todo galope se unía un padre apesadumbrado al que le venía grande el angustioso día a día. José, al igual que su mujer, también era muy joven, muy inexperto en todo y poco dado a enfrentarse a los problemas, a luchar. Entre sollozos, miles de veces se había repetido que no estaba preparado para tanto sufrimiento.
     Con cinco años y unos días, los gemelos quedaron huérfanos. Amparo, totalmente consumida, envuelta en un velo espectral y acompañada día y noche por una tosecilla muy ligera, casi imperceptible ya, sucumbió a un destino escrito en negro mucho tiempo atrás. Un catorce de enero, con los primeros rayos de sol intentando derretir la escarcha parida por la noche fría, dejó escapar dos lágrimas y la vida. La foto de sus pequeños, algo arrugadita pero de una ternura casi hiriente sería su compañera de viaje. Ése fue su último deseo.
     Por aquello de que la vida continúa, José se propuso restañar la herida lo antes posible. Así, no pasó demasiado tiempo hasta que el viudo encontró consuelo bajo las faldas de Lucía, una compañera de trabajo que no dudó en abrirle sus piernas, no sin condiciones. Los gemelos no entraban en los planes de la nueva pareja, por lo que un sábado por la mañana, José los plantó en casa de los abuelitos con maletas incluidas. Se despidió de ellos con un: «Os llamaré todos los días y vendré a veros siempre que pueda». No le creció la nariz, pero mintió.


lunes, 2 de diciembre de 2013

Reencuentro

             
No había tenido ninguna dificultad en reconocer a todos sus excompañeros de clase: los había que habían perdido pelo y otros que habían ganado no poco peso; aun así, todos eran identificables. Se mezcló entre ellos y con chanzas y fuertes apretones de mano los fue saludando uno a uno. Con las chicas no fue tan sencillo; le costó esfuerzo unir todas aquellas caras con sus respectivos nombres y en más de una ocasión se vio obligado a preguntar ante la negativa de su memoria a echarle una mano en aquella improvisada rueda de reconocimiento. Con la rubita del pelo corto que fumaba frente a él, no hubo manera. Ella se esforzó: le dijo que era Maite, que solía ir con Marga, que vivía en la calle de Pablo, que coincidieron, sólo, en octavo y que ella sí se acordaba de él, pero Miguel fue incapaz de ubicarla entre sus recuerdos escolares.
      La fecha no era la más indicada, finales de junio; así y todo acudieron veintitrés. La pizzería Napoli era testigo de la cena, que pretendía convertirse en anual, de aquella generación del Francisco de Goya. No hubo glamour ni excelente cocina, con ello ya contaban, pero sí buena atmósfera entre los que ya hacía dieciséis años que habían abandonado las aulas del vetusto colegio para volar por la vida a mayor o menor altura.
     Miguel y Maite habían entrado charlando al comedor y sin dejar de hablar tomaron asiento. Durante la cena: bromearon, rieron con ganas y no encontraron freno a la hora de desnudar sus vidas. Él llevaba tres años casado, le contó, y ella hacía dos que había abandonado una turbulenta relación. Llegaron a los postres como si fueran amigos íntimos y apuraron el café rezumando una complicidad que no pasó desapercibida a más de uno.
     A medida que la calurosa noche se dilataba, el grupo, en peregrinación por distintos garitos de la ciudad, iba menguando. Tras salir del Snow, los pocos valientes que todavía resistían decidieron poner punto final  a la fiesta. A él le faltó empuje para proponer a Maite alargar, a solas, aquel reencuentro y ella se quedó con las ganas de prolongar, algo más, la noche con Miguel. «Tal vez el año que viene», se dijo él. «Quizá en la próxima cena», pensó ella.