jueves, 27 de marzo de 2014

Tinieblas





Se ve atrevida, maravillosa e ingrávida; un ser superior. Embutida en su burbuja, la realidad irreal percibida por sus engañados sentidos le hace sentirse la reina del mundo.
     Pasadas unas horas, con la mezquina verdad hiriéndole de nuevo los ojos, Salomé, abandonará su trono y descenderá derechita a los infiernos.
     Una vez aquí, colgará un precio de saldo a su dignidad y cualquier cosa hará insisto: lo que sea con tal de que le alcance para su próxima dosis.



Microrrelato con el que participo en el concurso de esta semana de Radio Castellón de la Cadena Ser (500 caracteres máximo y la inclusión obligatoria de la frase: "Sentirse la reina del mundo").


-29/03/14. Edito para indicar que el microrrelato ha resultado ganador-












miércoles, 26 de marzo de 2014

Renacida




 
Volví a cortarme el pelo a lo chico, me favorece; y leí los mil libros que, impacientes, me esperaban. 
     He vuelto a salir con mis amigas, las de siempre; y con alguien más que no conoces.
     Volví a la Fontana di Trevi, ¿recuerdas?, y recuperé mis monedas mal empleadas.
     He pintado la casa de blanco angelical, ¿pasa algo?, y me ha quedado tan bonita, y tanta paz rezuma, que los vecinos se han olvidado ya, de hacerme preguntas incómodas.
     Volví a nacer, ya sabes, el día que de tu cuerpo me deshice. 



Microrrelato con el que participé en el concurso de la semana pasada de Radio Castellón de la Cadena Ser (500 caracteres máximo y la inclusión obligatoria de la frase: "Volví a nacer").
                 

jueves, 13 de marzo de 2014

La engañada


                  
Se había acostumbrado a las tetas de Marcela: grandes tirando a enormes y blancas, blanquísimas. Y, aunque no olían a harina, a Anastasio lo transportaban a otro tiempo, al de su juventud, cuando con catorce o quince años trabajaba en el horno del pueblo.
     Entre Marcela y él se había establecido una relación casi conyugal. Llevaban compartiendo cama, con regularidad, más de dos años y, de no ser por el pago por adelantado, se diría que llevaban quince años de casados. La rutina sexual ya acumulaba polvo y la efervescencia inicial había dado paso a un desbravado juego erótico: sota, caballo y rey, que era mecánicamente representado por ella y tomado sin demasiado entusiasmo, ya, por él.  
     La atípica fidelidad de Anastasio por Marcela se estaba resquebrajando y parecía abocada a una ruptura definitiva. Los enormes y blanquísimos pechos, la imagen de aquellos dos panes bamboleándose delante de él, era el único reclamo que le incitaba, todavía, a continuar con la cita de los miércoles por la tarde.
     Ella, por su parte, recibía los encuentros con su pagador de igual forma que tomaba la comunión la mañana de los domingos: con movimientos automatizados y creyendo hacer lo correcto. Estaba tan segura de que su Tasio no la abandonaría nunca como de que cuando dejara este mundo iría directamente al cielo.
     Este miércoles, Anastasio, cumplía cuarenta y siete años y estaba decidido a darse un capricho. Había cogido el diario y, tras subrayar algo en la página de contactos, hizo unas llamadas. Hoy, Tasio, engañaría a Marcela con una tal Simone, una brasileña de veintidós años, recién llegada a la ciudad, de a cuarenta euros la media hora.   

jueves, 6 de marzo de 2014

Día de lluvia



                               
Cayó la noche amenazando desgracia y la muerte se asomó ácida y empapada. Salvador, un anciano acostumbrado a que la tristeza cabalgara férreamente unida a su piel, salió a la terraza cubierta del chalé para ver chaparrear por última vez. Se sentó, no sin dificultad, en un suelo salpicado de charcos que simulaban figuras grotescas y recostó su minúscula espalda contra la pared fría. Aguantó el arma ayudándose de los pies y de su mano izquierda, alzó los ojos hacia un cielo alerta y negrísimo y respiró profundo. Con serenidad, descansó la sobarba sobre la boca del cañón y no vaciló; la escopeta, tampoco. Unos minutos antes, una llamada suya a la Policía les puso al corriente de lo que allí encontrarían: el cuerpo sin vida de Matilde y el suyo.
     No tenía pinta de escampar y, en efecto, el diluvio no menguó. La tarde, fea, empezó con sorpresa para Arina, la joven rusa que atendía, rozando el mimo, a la señora desde que cinco años atrás le diagnosticaran el maldito alzheimer. Salvador le proponía que llamara a alguna amiga, que fuera al cine o a tomar algo; que, una vez Matilde descansara mudada y limpia, saliera a divertirse un poco. «Vete tranquila y vuelve tarde a dormir», le apremiaba con insistencia ante la incredulidad de ella. «Ve sin cuidado, pero coge paraguas», le volvió a insistir, esta vez con una sonrisa generosa que ayudó a disolver el gesto entre dubitativo y contrariado que se le había vuelto a la chica ante un ruego tan poco esperado.
     Aunque llevaba tiempo con las cartas guardadas, no había sido hasta esta mañana, con los primeros goterones avanzando el peligro que traía el día, cuando se había decidido a acercarse hasta Correos. Aquellas hojas preñadas de dolor no ocultaban reproches a unos hijos demasiado ocupados y siempre ausentes. En ellas, no solicitaba perdón, ni siquiera comprensión. Se conformaba con espantar el odio que pudiera aflorar hacia un padre viejo que rebasado por aquella enfermedad desbocada que había dejado a Matilde, primero sin recuerdos y más tarde sin fuerzas; que había encarcelado aquel cuerpecito de mujer en un cerebro reseco. Que vencido por aquella muerte en vida que lo torturaba hasta el punto de no soportar verla más en aquella habitación estéril, donde sólo entraba él, Arina y el sol, los días claros. Que en plenas facultades mentales, él, Salvador Buendía, en un acto de humana compasión, había tomado la determinación de escapar con ella de este mundo falible en busca de algo mejor.
     Amaneció el día apuntando agua y llovió a mares.